domingo, 20 de febrero de 2011

¿Por qué Cipriani dijo que los Derechos Humanos son una cojudez?

Caricatura de Carlín tomada de lamula.pe
Estas últimas semanas, entre las revelaciones sobre los abusos sexuales del exsanto sodálite Germán Doig, la golpiza física y (previa y posteriormente) moral a los homosexuales y cada vez más casos de pedofilia encubiertos por el Vaticano y por los estados que son cómplices de su totalitarismo, entre ellos el peruano, he recibido toda clase de insultos. Eso no me afecta. Lo más duro es comprobar una vez más el nivel de fanatismo y temor que existe en gran parte de la población, de los políticos y, peor aún, de los medios de comunicación.

Uno de los argumentos que más han utilizado los defensores de los abusadores (y de los encubridores de abusos que, a la larga, es o lo mismo o peor) es que los "tolerantes" somos más intolerantes que quienes son acusados por nosotros y que no podemos achacarle a una institución los pecados de algunos de sus miembros. ¿Son realmente solo pecados de algunos miembros o es que hay detrás un modus operandi institucional?

Cuando el cardenal Juan Luis Cipriani, arzobispo de Lima y primado de la Iglesia Católica en el Perú, dijo hace ya un tiempo que "los Derechos Humanos son una cojudez", no fue porque es lo que él piensa o porque su opinión es propia. La iglesia que él representa en nuestro país es la que le escribe los libretos. Históricamente, el Vaticano ha evitado que los estados integren los Derechos Humanos a sus legislaciones por la sola razón de que estos atentan contra su poder totalitario.

Aquí les dejo algunas de las opiniones oficiales de la Iglesia Católica con relación a estos y otros temas. Y algunas de sus acciones concretas. Son solo algunas. Las conclusiones las pueden escribir ustedes.

Los derechos

La Magna Carta de Inglaterra, promulgada el 15 de junio de 1215 y considerada “la madre de las constituciones europeas”, fue denunciada inmediatamente por el papa Inocente III [1198-1216], quien “la pronunció nula y vacía y excomulgó a los barones ingleses que la adquirieron”[1] y absolvió al rey Juan de cumplir su compromiso con estos barones. Entusiasmado por el papa, el rey trajo mercenarios extranjeros para que luchen contra esos barones, trayendo esto gran destrucción al país. Los papas siguientes hicieron todo lo que estuvo en su poder para ayudar al sucesor de Juan, Enrique III, a abolir la Magna Carta, empobreciendo el país con impuestos papales. A pesar de ello, los barones ganaron al final.
[1] J. H. Ignaz von Dollinger, The Pope and the Council [Londres, 1869], pág. 19.

El papa Leo XII reprendió a Luis XVIII por aceptar la Constitución Francesa, mientras que el papa Gregorio XVI habló en contra de la Constitución Belga de 1832. Su encíclica Mirari vos, del 15 de agosto de 1832, condenaba la libertad de pensamiento como un “engaño insano” y la libertad de prensa como “error pestífero, el cual no podría ser nunca suficientemente detestado”[2]. Él manifestó el derecho de la Iglesia a usar la fuerza y, como incontables papas anteriores, demandó que las autoridades civiles apresaran inmediatamente a cualquier no católico que se atreviese a predicar y practicar su fe.
[2] Dollinger, op. cit., pág.21.

Luego de que la revolución de Benito Juárez -en 1861- fuera derrotada por el ejército francés de Napoleón III en México, y Maximiliano fuera instalado como emperador de ese país, este último se dio cuenta de que no podría regresar a las anteriores fórmulas totalitarias. El papa Pío IX le escribió indignado a Maximiliano, demandándole que “la religión católica debe, por sobre todas las cosas, continuar siendo la gloria de la nación mexicana, y se debe excluir cualquier otra adoración”, y que “la instrucción, sea pública o privada, debe ser dirigida y supervisada por la autoridad eclesiástica”, además, que “la iglesia no debe de estar sujeta a la arbitrariedad del gobierno civil”[3].
[3] Emmet McLoughlin, An Inquirí into the Assassination of Abraham Lincoln [The Citadel Press, 1977], págs. 80-82.

La publicación católica The Catholic World, en tiempos del Concilio Vaticano I [1870], afirmó: “Si el Estado tiene algunos derechos, sólo es por virtud y permiso de la autoridad superior de la Iglesia”[4].
[4] The Catholic World, julio de 1870, vol. Xi, pág. 439.

La antipatía del catolicismo en relación con las libertades básicas creó alianzas nada sagradas con los gobiernos totalitarios de Hitler y Mussolini, quienes fueron alabados por el papa y otros líderes de la Iglesia como hombres elegidos por Dios. A los católicos se les prohibió oponerse a Mussolini y se les pidió, más bien, que lo apoyen. “La Iglesia prácticamente elevó al gobierno al dictador fascista [como lo haría con Hitler unos años después]”[5]. A cambio, Mussolini [en el Concordato de 1929 con el Vaticano] hizo del catolicismo romano nuevamente la religión oficial del Estado y criticar a esta religión era considerado una ofensa penal. A la Iglesia, por supuesto, se le otorgaron otros favores, incluyendo una vasta suma de dinero en efectivo y lazos con el Gobierno.
[5] Dave Hunt, A Woman rides the Beast, Harvest House Publishers, 1994, pág. 57.

La homosexualidad

La Congregación para la Doctrina de la Fe declaró en 1975: "Según el orden moral objetivo, las relaciones homosexuales son actos privados de su regla esencial e indispensable. En las Sagradas Escrituras están condenados como graves depravaciones e incluso presentados como la triste consecuencia de una repulsa de Dios". (Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF), Declaración "Persona humana" sobre algunas cuestiones de ética sexual, 29 de diciembre de 1975, número 8).

Comentando sobre su declaración del 75, la Congregación, en 1986, en una carta a los obispos sobre la atención pastoral a las personas homosexuales, expresó lo siguiente: "...la Congregación tenía en cuenta la distinción comúnmente hecha entre condición o tendencia homosexual y actos homosexuales... Sin embargo, en la discusión que siguió a la publicación de la Declaración, se propusieron unas interpretaciones excesivamente benévolas de la condición homosexual misma, hasta el punto de que alguno se atrevió incluso a definirla indiferente o, sin más, buena. Es necesario precisar, por el contrario, que la particular inclinación de la persona homosexual, aunque en sí no sea pecado, constituye sin embargo una tendencia, más o menos fuerte, hacia un comportamiento intrínsecamente malo desde el punto de vista moral. Por este motivo la inclinación misma debe ser considerada como objetivamente desordenada". (CDF, Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre la atención pastoral a las personas homosexuales, 1ro. de octubre de 1986, número 3).

"Las personas homosexuales, como seres humanos, tienen los mismos derechos de toda persona, incluyendo el no ser tratados de una manera que ofenda su dignidad personal. Entre otros derechos, toda persona tiene el derecho al trabajo, a la vivienda, etc. Pero estos derechos no son absolutos; pueden ser limitados legítimamente ante desórdenes externos de conducta...Existen áreas en las que no es una discriminación injusta tener en cuenta la inclinación sexual, por ejemplo en la adopción o el cuidado de niños, en empleos como el de maestros o entrenadores de deportes y en el reclutamiento militar...`La orientación sexual´ no constituye una cualidad comparable a la raza, el grupo étnico, etc., con respecto a la no discriminación. A diferencia de éstas, la orientación homosexual es un desorden objetivo". (CDF, Consideraciones para la respuesta católica a propuestas legislativas de no discriminación a homosexuales, 23 de julio de 1992, números 10, 11 y 12).

"El incluir ‘la orientación homosexual´ entre las consideraciones sobre cuya base está el que es ilegal discriminar, puede fácilmente llevar a considerar la homosexualidad como una fuente positiva de derechos humanos...Esto agrava el error ya que no existe el derecho a la homosexualidad... Incluso existe el peligro de que una ley que haga de la homosexualidad un fundamento de ciertos derechos, incline a una persona con orientación homosexual a declarar su homosexualidad o aún a buscar un compañero para aprovecharse de lo permitido por la ley". (Ibíd, 13 y 14).

"Finalmente, y porque está implicado en esto el bien común, no es apropiado para las autoridades eclesiásticas apoyar o permanecer neutral ante legislaciones adversas, incluso si éstas conceden excepciones a las organizaciones o instituciones de la Iglesia. La Iglesia tiene la responsabilidad de promover la moralidad pública de toda sociedad civil sobre la base de los valores morales fundamentales, y no simplemente de protegerse a sí misma de la aplicación de leyes perjudiciales". (Ibid, 16).
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