Ya en artículos anteriores he explicado que el desprecio a las libertades es inherente a la naturaleza monárquica y autoritaria de la Iglesia Católica. El conflicto entre la Pontificia Universidad Católica del Perú y la Santa Sede, que ya tiene muchos años, no solo es por la administración de las millonarias propiedades, aunque este elemento ocupa, ciertamente, el segundo lugar en los históricamente poco samaritanos intereses eclesiásticos.
La Iglesia Católica es una monarquía, cuyo rey es el papa y sus príncipes los cardenales. Así se definen ellos mismos desde que empezaron a conquistar el mundo de la mano de otras monarquías con las que pactaban para someter a los pueblos "infieles" con la espada (y la cruz para la foto). Durante siglos, la Iglesia intentó frenar el avance del libre pensamiento, el surgimiento de las constituciones democráticas y el reconocimiento universal de los derechos humanos. Todo ello iba/va en contra de sus intereses.
Hoy que la PUCP se aferra a su legítima independencia democrática, la cual garantiza una formación en el libre pensamiento, el príncipe Juan Luis Cipriani ha movido sus influencias en el Status Civitatis Vaticanæ para conseguir que los estatutos universitarios sean modificados, buscando darle a él como "Gran Canciller" (título con hedor a monarquía, de nuevo) la potestad de decidir quién es el rector y, además, toda la plana docente.
Si bien el benefactor original, José de la Riva Agüero y Osma, fijó en su testamento de 1938 una junta para administrar sus bienes con participación arzobispal, ello no significa bajo ninguna circunstancia que ahora se pretenda imponer la elección del rector y los profesores mostrando el dedo medio con el anillo cardenalicio a la comunidad universitaria, que no es grey para someter ni villa medieval para arrasar. Eso es purita monarquía Vaticano style.
La constitución apostólica “Ex Corde Ecclesiae”, que habla sobre las universidades católicas y fue dada por el papa Juan Pablo II en 1990, está siendo utilizada de manera incorrecta (léase interesada o -disculpen el latín- pendeja) por la Iglesia Católica para imponerse en una administración en la que sí tiene parte, pero no la que ahora dice.
El "Gran Canciller" NO tiene las atribuciones que demanda Cipriani para sí a través de sus amigotes vaticanos. La constitución mencionada dice, en su artículo 4: "Al momento del nombramiento, todos los profesores y todo el personal administrativo deben ser informados de la identidad católica de la Institución y de sus implicaciones, y también de su responsabilidad de promover o, al menos, respetar tal identidad" (el resaltado es mío). A pesar de que en ninguna línea se dice que el rector y los profesores deban otorgar su "profesión de fe" al "Gran Canciller", o sea Cipriani, las modificaciones enviadas por la Congregación para la Educación Católica de la Santa Sede así lo exigen.
La Iglesia Católica está actuando como lo ha hecho durante siglos cuando ha sentido amenazado su poder, volteando la cruz para que sirva de espada.
Simpatice uno o no con la educación que brinda la Universidad Católica, para interpretar las raíces de este conflicto es primordial entender que la Iglesia está metiendo medio cuerpo (empezando por las dos patas) donde solo le compete meter las narices y que lo último que le interesa es la calidad educativa de la PUCP, sino un bien valiosísimo para la Iglesia, más valioso aún que el terreno y las propiedades: su hegemonía sobre la educación, su primer bastión de proselitismo y manipulación, algo que ha ido perdiendo en otros ámbitos y necesita recuperar al caballazo con una victoria en la PUCP.
Las autoridades y la comunidad de la Universidad Católica del Perú deben mantenerse firmes y demostrar, en democracia y con estricto apego a la autonomía de la ley peruana, que hace tiempo la PUCP es más UP que PC y que lo universal en "universidad" significa mucho más que en "católica".
La PUCP quiere vivir en democracia y la Iglesia, una férrea e intransigente monarquía, no puede permitir que eso suceda. Las costosas propiedades muebles e inmuebles son un añadido, pero no la razón fundamental de esta pugna en la que, como suele suceder, el Vaticano "adapta" cómodamente sus propias creencias y leyes.