miércoles, 27 de enero de 2016

Draxl, el deformador

Alfredo Draxl al lado del actual superior general
del Sodalicio, Sandro Moroni

San Aelred era una comunidad sodálite que quedaba a un par de cuadras del cruce de las avenidas Brasil y Pershing. Corría el año 1987 y unos diez muchachos recién salidos del colegio e integrados al Sodalicio un año antes recibíamos de Luis Fernando Figari la gloriosa oportunidad de pasar un mes de prueba en la emblemática comunidad.

Figari bautizó como "formadores" a los que no eran superiores de la casa, pero tenían el encargo específico de probar durante un mes a los aspirantes a la reclusión comunitaria que desembocaría en la cloaca del terror de San Bartolo. El formador al que se nos encargó no me era desconocido. Había sido mi profesor de Filosofía y Lógica en mi colegio en cuarto o quinto de secundaria (se me confunden las fechas porque entre sexto grado de primaria y quinto de media tuve varios profesores sodálites, entre ellos Alberto Gazzo, Raúl Masseur, Jorge Cuervas y otros más cuyos nombres se esfumaron de mi mente tal vez por asepsia.

Recuerdo a Alfredo Draxl como un ente pálido, citripiesco en su manera de andar y gesticular, de mirada gélida y sonrisa vampírica (tanto en lo misteriosa cuanto en lo hipnótica). Una mirada de Draxl era la fusión definitiva entre pavaso e hijo de puta. Ya me había predicado cuando me tuvo como alumno, ahora le tocaba desollarme y evaluar si era apto para mudarme a una comunidad sodálite. Él reportaba directamente con Figari, sin intermediarios ni estorbos. Y Figari, como siempre y como en todo, era quien finalmente alzaba o bajaba el dedo.

Draxl era tan cálido como el hielo seco. Tal vez por eso Figari lo premió con tan alta responsabilidad. Era el Vlad Draculea Tepes del Sodalicio ese noviembre-diciembre del 87.

Se la agarró conmigo. Puede ser que por encargo de Figari, puede ser que por propia decisión, puede que por una mezcla de ambas.

Uno de los primeros castigos que recibí de Draxl fue una mañana, muy temprano. Parte de nuestra rutina diaria era salir a correr por la Brasil, pasando por Pershing y la residencial San Felipe y llegando a San Isidro. Ida y vuelta. Sin parar. Sin importar si en el colegio habías desaprobado Educación Física (mi caso). Y, como supondrán, yo era el último de la manchita de maratonistas improvisados por Draxl para servir como mitad monjes y mitad soldados a Figari y su misión de reevangelización del mundo.

Draxl iba detrás del último con una delgada rama de árbol de más o menos 80 cm. Alzaba la rama amenazando con golpear la corva (la parte trasera de la rodilla, en la curvita) del rezagado. Su sonrisa cuando golpeaba no se escondía bien detrás de su agitada respiración. Y a mí me cayeron varios de esos golpes en el mes de prueba en San Aelred. Y cómo ardían. El primero fue el que más dolió. Creo que fue en mi segundo día ahí.

No recuerdo el motivo por el que me hizo dormir en la escalera casi todo el mes que pasé en la comunidad. Porque, eso sí, los castigos, aun cuando fueran absurdos, nunca eran caprichosos. Creo que porque no enchufé la refrigeradora una noche y la cocina amaneció encharcada. No sé si fue por eso. Lo que sí recuerdo es que por lo de la refri sí recibí otro castigo, que era escribir mil veces "No debo dejar la refrigeradora desenchufada". Las mil con la misma letra. Y entregar las hojas antes de que se despertara al día siguiente. O sea, toda la noche escribe que escribe, sin dormir.

Volviendo a mi lugar asignado para dormir. San Aelred era una casona antigua. Y la escalera era fría, de mármol o algo parecido. Blanca. Lisa. Con barandas de fierro y madera. Sé que se la imaginan. Ahí era donde debía invocar a Morfeo cada noche durante casi un mes. Encorvado, partido, tratando de buscar una posición que me permitiera conciliar el sueño por algunas horas. Pero nada de colchonetas o frazadas debajo. Pijama nomás entre el cuerpo y los helados escalones. Podía taparme con una frazada, eso sí. Y en esos gélidos y duros escalones era donde escuchaba la voz de Draxl cada mañana, antes de las seis: "¡Mitad monjes!". Y de ahí salía mi confirmación de que ya estaba listo para empezar la jornada: "¡Mitad soldados!".

Una noche, y esto ya lo conté en una de mis columnas del año 2000, me tocó hacerme cargo de servir la cena. La etiqueta sodálite dictaba que todo lo salado debía ser retirado de la mesa antes de traer el postre. Pues los dos que estábamos a cargo esa noche nos olvidamos de sacar el kétchup y la pimienta. Y, piña pues, debíamos pagar echándole al arroz con leche pimienta (el otro formando castigado) y kétchup yo. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis platos de postre con kétchup. Eso me tocó. Hasta casi casi vomitar. Y Draxl se vacilaba, a lo Vlad. Sería la excitación que le producía el color rojo.

En otra ocasión, me olvidé de echarle llave a la capilla donde estaba el Santísimo, la hostia consagrada. Me cayó la puteada del año. Es que la hostia es Jesús, dice la Iglesia, y dejarla a disposición de profanadores nocturnos era el peor de los pecados. Así que Draxl debía castigarme y convertirme en ejemplo. Para que la comunidad aprenda. Y para que yo me redima. La expiación por tal pecado fue que debía quedarme cuidando la puerta de la capilla todas las noches durante una semana. Y la consigna era que, si alguien se despertaba en cualquier momento, debía bajar para asegurarse de que yo estuviera de pie frente a la puerta de la capilla. Prohibido sentarme, prohibido cabecear, prohibido moverme. Así, parado, toda la noche. Fue la única semana en la que me libré de la escalera. Pero no por piedad, sino porque no dormí. Algo leí hace poco sobre los peligros de no dormir varios días seguidos. En ese momento no lo sabía. Pero daba igual. Si Draxl lo pedía, se hacía.

Lo del arroz con leche con kétchup no fue castigo suficiente por no haber seguido la reglas sodálites del charm. Había que ser más drásticos. Mitad soldado pues. Quebrar al aspirante, doblegarlo, volverlo en un cordero de Dios, destruir su autoestima, reventarlo, hacerlo recordar su error para siempre. Así que la otra penitencia fue diseñada para grabar en mi recuerdo que no debo dejar el kétchup en la mesa. Una semana de ayuno. Solo lechuga y agua. Ni Pérez Albela. La misma cantidad de ejercicio que el resto, la misma cantidad de horas de estudio y oración, pero solo con hojas verdes y H2O. Aquí es donde entra otra figura conocida del Sodalicio: el entonces "cura gordo"y hoy arzobispo de Piura y Tumbes, José Antonio Eguren. Nos visitó, con sus cachetotes y su prédica. Desayunó con nosotros. Simpático como él solo, rebotando con sus propios chistes. Se sentó a mi lado, empezó a preguntarnos cómo nos iba con las pruebas. Me miró y notó que no había pan en mi plato. Y en mi vaso no había jugo, solo agua. ¿Qué pasó Jose Enrique? Bla, bla, bla con la historia del kétchup, la lechuga y el agua. Mientras yo hablaba, Eguren se preparaba un pan tolete con mantequilla y mermelada de fresa. Draxl lo miraba con esa mueca ansiosa de que algo feo/bacán pasara. Y el cura me dijo: "no te provoca, mmmmm, qué rico". Su pan era un dron listo para atacar mi cara. Lo hacía bailotear tan cerca como para sentir el delicioso olor de la mezcla de la mantequilla y la mermelada que chorreaba del pan recién traído de la panadería, calentito. Se lo llevó a la boca y su mordisco hizo que las fresas dulces cayeran por el otro lado del pan hacia el plato. Era como Eucaristía para un excomulgado. Y el cura se rió. Y Draxl también, más solapa, de lado, como sonreía siempre. Y siguió el desayuno. Mi lechuga y mi agua me recordaron que debía mantenerme ascético, fuerte y comprometido con el Plan de Dios que Luis Fernando nos estaba enseñando a llevar adelante.

Nos juntábamos todas las noches, después de la cena, en la cocina de San Aelred. Nos preparábamos café estilo Draxl (porque nos había enseñado que ESA era la forma de tomar café). Una cucharadita de Nescafé, una o dos de azúcar, un chorrito de agua recién hervida, batir y batir hasta que se pusiera espumoso y luego completar con agua y tal vez un poco de leche. Cada noche había una dinámica distinta. Todas terminaban con uno o más de nosotros golpeado o llorando. O las dos cosas. A veces tocaba a Draxl hacer que alguien llore o a veces nos encargaba que fuéramos nosotros los que destruyéramos el "hombre viejo" de alguno de nuestros compañeros. Ya sea en una competencia de "a ver quién puede golpear al otro en la barriga hasta que ya no aguante" o "hay que enfrentar a tal con sus traumas". Conté en mis columnas del 2000 cómo uno de los compañeros nuestros de comunidad tenía un complejo terrible con sus grandes orejas y su protuberante nariz. Además de andar con el pantalón subido hasta la mitad del abdomen y otras características típicas del pavo entre chicos recién salidos del colegio. Y así, Draxl nos ordenó enfrentarlo con sus miedos. Nos tiramos encima de él, le jalamos las orejas y la nariz hasta que la irritación coqueteaba con el sangrado, y, luego, a tomar plumones gruesos y pintarle la cara con todos los sinónimos posibles de tarado y ganso y etcéteras. Eso sí, él debía oponerse, resistirse con todas sus fuerza, luchar hasta el final. A modo de colofón de esta actividad benévola, debía mirarse al espejo y leer cada palabra en voz alta. Lloró, a mares, como no creo haber visto llorar a un hombre nunca. Draxl luego dio una charla explicando las consecuencias positivas del ejercicio según este u otro psicólogo y prometiendo que nuestro compañero ya no sería el mismo desde ese día. O sea, para mejor. Porque para peor sí lo fue. Y otras noches otras cosas así más o menos. Todos lloramos más de una vez. A veces por uno mismo, a veces por ver llorar a uno de los nuestros.

La casa donde hasta hace poco estuvo la
comunidad Nuestra Señora de Guadalupe, hoy abandonada y en venta.

Estudiábamos en una sala minimalista acondicionada para tal fin. Cubículos de madera, uno por cada habitante, un escritorio, una lamparita negra y uno que otro cuadrito de algún pasaje de la vida de Jesús (el Señor Jesús, como le decíamos los sodálites). Una tarde, Draxl apareció por detrás, sin aviso, y me puso una cuchilla suiza a lo largo en el cuello. "Empuja", me pidió sin que tiemble su voz. El "no" con el que respondí era, en la cosmología de Draxl, un escupitajo a la sacrosanta obediencia, el eje de la ideología sodálite. Se alejó unos metros, le puso la cuchilla en el cuello a mi compañero de la derecha y le dijo: "empuja". Y él empujó. "Así se hace, como él, mira Escardó, no seas cabro". Y regresó. "¡Empuja maricón!". Intenté, pero no pude y el miedo me robó unas lágrimas. "¡Párate rosquete!", gritó frente a todos. Esta vez dirigió la punta en mi dirección. Mientras me predicaba sobre la obediencia a Dios a través del Señor Jesús con el ejemplo del fiat de nuestra madre Santa María Virgen y la entrega de Luis Fernando al Plan de Dios como intermediario nuestro ante la Santísima Iglesia y el Santo Padre representado por Alfredo Draxl en esa comunidad o algo parecido en otro orden, iba clavando la cuchilla en mi pecho y en mi abdomen al ritmo de cada sílaba de su prédica. Luego del show, me llevó a la salita de la entrada de San Aelred, cerró la puerta y me hizo pedir perdón de rodillas mientras besaba los pies de una estatuilla ayacuchana de la Virgen María que cargaba con cierta dificultad, pero sin ningún tremor, con ambas manos. Y que Luis Fernando, y que la obediencia, y que él era el representante, y que yo era un cabro, y que así no viviría nunca en comunidad, y así quince minutos o más.

Pasaron muchas otras cosas. Algunas casi no las recuerdo, otras no sé si me pasaron a mí o a otros. Lo que aquí cuento es lo que más me marcó en ese mes en San Aelred.

El último día, creo que era el 24 de diciembre al mediodía, cuando todos regresaban a sus casas, yo no lo haría. Había pedido permiso para pasar Navidad en la casa de Luis Fernando, en Santa Clara, frente al Hotel El Pueblo. Y me lo dieron. No cualquiera iba. Tenías que vivir en alguna de las comunidades. Era un honor. ¡Wow! Pero, mientras todos se iban despidiendo, cargando sus maletas, Draxl tenía un último plan para mí.

"Anda lava los baños", me dijo. Agarré los guantes, la esponja, el detergente y todo lo demás para cumplir con la orden. El baño de San Aelred era como el de un centro comercial, con varios inodoros separados por paredes de metal. Impecable, nuevecito. Cuando ya estaba por limpiar el último wáter, Draxl apareció para supervisar mi avance. "No le eches detergente a ese último, solo sácale la suciedad con la esponja y no jales. Me avisas cuando esté listo". Y así fue. "Ahora sácate los guantes y lávate las manos con esa agua, ahí mismo, arrodillado frente al wáter". No me pareció nada extraño, peores órdenes había recibido ese mes. Así que lo hice sin chistar. "Ahora te voy a pedir algo que puedes o no hacer, depende de ti". Escuché. "Si no lo haces, evaluaré tu paso por San Aelred como el de todos los demás y veremos si el saldo consigue que entres a vivir definitivamente en comunidad". Sonaba justo. "Pero, si lo haces, te aseguro que eso bastará para decirle a Luis Fernando que pasaste tu mes de prueba y en abril entras a San Bartolo de todas maneras". Buena oferta. Lo miré. No tenía miedo. Era mi prueba máxima. Yo quería ser un sodálite de comunidad. Quería que Luis Fernando me aceptara. Quería cambiar el mundo. Quería ser santo. Quería ser un signo de contradicción. "Lávate la cara con el agua sucia del wáter". Lo miré, puse en una balanza el asco y el éxito, cerré los ojos, tomé una buena cantidad de agua entre mis manos y me la eché en el rostro. "No pues, así no, lávatela bien", me dijo el representante de Luis Fernando, el fundador, nuestro modelo a seguir, el santo vivo que sabía qué era lo mejor para nosotros. Metí mi cara al wáter y me la lavé como Dios manda. Como el Dios del Sodalicio manda. No lloré esa vez. Había llegado adonde quería. En mis 18 años de vida recién cumplidos no había logrado nada grande. Ese wáter era como una nueva pila bautismal que me hizo entrar en el reino de los pocos elegidos de Luis Fernando. Tomé una toalla, me sequé, miré a Draxl y él sonreía. Frío pero satisfecho. "Ahora sí jala el wáter y anda báñate. Bienvenido a San Bartolo". Y cumplió con su compromiso. En abril me mudé a Nuestra Señora de Guadalupe.

Alfredo Draxl fue director del colegio San Pedro hasta diciembre del 2015. Ha sido reemplazado estratégicamente por un desconocido llamado Francisco Saguier.

El escándalo del Sodalicio motivó reclamos de algunos padres de familia del San Pedro que, junto al Villa Cáritas de mujeres, son los dos negocios sodálites más grandes de nuestra capital, además de sus cementerios Parque del Recuerdo y su parroquia de Camacho, Nuestra Señora de la Reconciliación (sí, la de los matrimonios más fichos y caros de Lima).

Lástima que Draxl ya no sea director del San Pedro para que le toquen la puerta y le pregunten por mí y las razones por las que ya no está en ese cargo. El Ministerio Público debería citarlo para que responda en el caso de los abusos cometidos por Luis Fernando Figari y otros líderes del Sodalicio.

miércoles, 13 de enero de 2016

Respuesta a la carta de Luis Fernando Figari, fundador del Sodalicio

Luis Fernando Figari, fundador del Sodalicio
y del Movimiento de Vida Cristiana (MVC)

Hace unos minutos, el periodista Pedro Salinas ha dado a conocer una carta remitida, desde su exilio dorado en Roma, por el fundador del Sodalitium Christianae Vitae (SCV), el laico peruano Luis Fernando Figari, acusado por más de treinta personas de abusos físicos, psicológicos o sexuales.

En mi calidad de afectado y primer denunciante de los abusos en el SCV, le responderé aquí.

Luis Fernando:

Empiezas tu carta afirmando que te diriges a la Familia Sodálite debido a los "señalamientos, desinformaciones y maltratos que se han dado a conocer sobre mí". Efectivamente, has sido señalado desde el año 2000 como la persona que creó y dirigió una institución religiosa en la que se cometieron abusos físicos y psicológicos, y desde el 2010 como un agresor sexual y encubridor de otros abusadores, entre ellos Daniel Murguía, Jeffrey Daniels (mi excompañero de comunidad en San Bartolo) y tu difunto sodálite modelo, Germán Doig (mi ex director espiritual). 

Desinformaciones dices. Si no has sido un abusador, como se ha informado a partir de tres decenas de testimonios, entonces no deberías enviar cartas privadas, sino salir a los medios, dar la cara, como el macho alfa sodálite que siempre quisiste que creyéramos que eras, y desmentir con tu voz las acusaciones en tu contra, no usando a títeres incondicionales. 

"Maltratos" llamas a que la opinión pública peruana e internacional lea y escriba oraciones en las que tu nombre está en el sujeto y los verbos abusar, violar, tocar, penetrar, pegar, gritar, quemar, manipular, esclavizar, destruir y denigrar están en el predicado. Los que sufrimos alguno de los abusos que tú o tus seguidores nos infligieron sabemos el verdadero significado de la palabra maltratos. Tú no estás siendo maltratado, estás siendo juzgado por tus actos y por enseñar a otros a actuar como tú. Eso no es maltrato, eso es justicia natural. O, para que lo entiendas mejor, justicia divina.

Pides disculpas por la demora en escribir a los sodálites y sus amigos. En mi caso, has demorado quince años en aceptar tus faltas (y a medias, porque no te quedaba otra ante la presión generada en los últimos meses). Y no he recibido una sola letra ni una llamada tuya o de alguno de tus seguidores "arrepentidos". Ni una sola. Pedir disculpas en una carta privada que no está dirigida a ninguna de tus víctimas es cobardía pura y plana. Cuando yo me tuve que escapar de la comunidad de Chincha a la que tú me mandaste como "premio", dejé sobre la cama una carta dirigida a mis exhermanos sodálites. Y me tildaron de maricón, rosquete, traidor al Plan de Dios, Judas, demonio. Tú les enseñaste a llamarme así. Tú les enseñaste a llamar así a cualquiera que se iba del Sodalicio. Tu carta te convierte en eso: en un maricón, en un rosquete, en un traidor al Plan de Dios, en un Judas de un Cristo al que entregaste con un beso en los genitales de gente que confió en ti, en el mismo Satanás, el rey de la mentira y el engaño.

Dices que no conoces las acusaciones en tu contra, que solo las has escuchado por versiones mediáticas. Tú leíste mis artículos del 2000. Los leyeron todos los sodálites. Consigné nombres y apellidos y los lugares donde se cometieron esos abusos. No hiciste nada. O sea, nada para que se cambien esas cosas, porque sí hiciste de todo para destruir las acusaciones. Y, cuando la Policía te preguntó por su contenido un par de años después, en una diligencia a la que fuiste citado, respondiste con un sencillo: "es mentira". E instruiste a tu horda de ladradores a que sembraran dudas sobre mí, a que me desprestigiaran pública y privadamente, a que boicotearan mis intentos por desarrollarme laboralmente. Y lo hicieron diligentemente durante más de una década. Porque ellos mintieron guiados por tu mentira. Y me destruyeron hasta que, después de década y media, se vieron forzados a decir que los testimonios son verosímiles y que se abriría una investigación. Quince años demoliendo mi nombre, mi pasado, mi presente y mi futuro. Casi quince años después de mentirle a las autoridades de nuestro país y, lo peor de todo, a cientos de seguidores sinceros del Sodalicio. Les mentiste a tus propios seguidores Luis Fernando, a los que creían que eras un santo. Y esa mentira está documentada en los archivos policiales de la época.

Si rechazas las imputaciones de abusos sexuales y "otras de diverso tipo", ven al Perú. Da la cara. Mira a los ojos a quienes te hemos acusado. Sé el valiente sodálite que siempre quisiste que creamos que eras. Mientras te sigas escondiendo en Roma, mientras sigas pidiéndole a Sandro Moroni y a los demás sodálites que salgan a los medios a responder lo que deberías responder tú, serás culpable. Porque tu silencio, tu lejanía y tu cobardía son argumentos de quien escapa de la verdad. Y el que escapa de la verdad miente. Así de simple.

Dices que "a lo largo de estos años, he estado siempre a disposición de las autoridades competentes para dar testimonio de la verdad y esclarecimiento de los hechos". Pura palabrería. Nombra una sola ocasión en la que te hayas puesto a disposición de las autoridades para algo. La única que se ha llegado a conocer es la que mencioné líneas arriba. Y mentiste. Es hora de que demuestres que esas palabras no son meros paños fríos en la frente de una agonizante comunidad que creaste, que usaste para tus fines y a la cual le mentiste por años. Ven. Ponte a disposición. Ahí te creeremos.

Aceptas "graves errores, fallas, ligerezas". ¿Crees que una carta privada a tu Familia Sodálite, en la que ya no están las personas afectadas, sea el medio correcto para "pedir perdón sinceramente y de todo corazón a todos y cada uno de quienes haya podido herir"? No Luis Fernando. Tienes que mirar a los ojos a quienes heriste. Tienes que pedirles perdón frente a frente. Como hombre. Y los heridos decidirán si te perdonan o no. Yo no te he perdonado. Y no pretendo hacerlo mientras no me pidas perdón mirándome a los ojos. En ese momento veré si te creo y te perdono.

Pobre Luis Fernando. Pones en tu carta que te han detectado cáncer hace unos meses. ¿Y el cáncer de la destrucción de la identidad, la libertad, el amor propio y la seguridad de tantos afectados por ti, por años, dónde queda? Hay por lo menos un exsodálite que se suicidó. Hay por lo menos uno que se volvió loco. Hay tres decenas que vencieron temores ancestrales y contaron sus propios cánceres en un libro. Hay cientos que no quieren hablar, que quieren borrar de su presente y su futuro ese cáncer sodálite con el que los infectaste y que destruyó su esencia, su fe y sus vidas. Tratas de dar pena, pero te olvidas de la pena que causaste, de las lágrimas de cientos de jóvenes y de sus familias, a quienes destruiste en tu afán de volverte un falso profeta y de crear una fábrica en serie de santos modernos. Si el cáncer está destruyendo tu cuerpo, eso no es nada comparado con el cáncer que destruirá tu memoria, tu nombre y tu figura. Ya no serás el santo que construiste con tus mentiras, serás recordado como el abusador y el pederasta que construiste con tus acciones y tus omisiones. Por tu culpa, por tu culpa, por tu gran culpa.

Finalmente, pides oraciones. Quienes oren por ti serán los que nunca supieron la verdad, los que nunca recibieron una orden absurda de parte tuya o de tus seguidores, los que nunca sintieron tu lujuria penetrando su infancia, su inocencia y su fe, los que nunca recibieron una herida en sus manos o sus pies o su costado en honor a tu superioridad, los que nunca fueron coronados de espinas para que tú seas un ídolo pseudobíblico que a la larga demostró tener pies de barro. Los demás, los que sí te conocimos y supimos la porquería de ser humano que has sido, no oraremos por ti, pediremos que se haga justicia, aquí y más allá, hoy y por el resto de la eternidad. 

Porque, Luis Fernando, cuando tú ya no estés, a nuestros hijos y nietos les bastará abrir una pestaña de un navegador, escribir tu nombre o el del Sodalicio, y en 0,00006 segundos aparecerá ante sus ojos la verdad que no conseguiste enterrar, la que escribimos quienes oramos por ellos y no por ti.

Jose Enrique Escardó Steck
Lima, 13 de enero del 2016
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