domingo, 18 de julio de 2010

Wong y Masías nos robaron Miraflores

(Una historia real de cómo nos tomó 40 minutos llegar de Larcomar a Tarata, incluidas las respectivas broncas con policías y serenos).




Llevamos a nuestra hija de 3 años a Larcomar, a ver Shrek y comer algo. La bebe no se sintió bien al final y teníamos que regresar a mi casa, en Tarata, a seis cuadras. El viaje nos tomó 40 minutos, la indiferencia y malacrianza de algunos serenos, la estupidez de varios policías de tránsito y un taxista asustado a quien tuve que pagarle más del doble.

Saliendo de Larcomar, bastó voltear a la izquierda en la primera entrada posible para que empezara el infierno. Al llegar a la avenida La Paz, no había pase hacia Benavides. Ni una sola indicación, solo cintas que cerraban el acceso, policías y una unidad de Serenazgo. Al preguntarle al sereno por dónde debíamos ir, solo atinó a mirarme y decirme, "no sé, tendrán que irse hasta el puente Villena, me imagino". Al insistirle que vivimos en Tarata y que estaba con mi hija de tres años que no se sentía bien, me miró otra vez con indifernecia absoluta y me dijo "tendrá que preguntarle a los policías, ellos son los que cierran el tránsito".

Veinte metros más adelante estaban dos mujeres policías, a quienes les pregunté por dónde debíamos ir. Una de ellas, una retaca sobrealimentada con cara de poto, le explicó al taxista dos rutas, entendibles en su cabeza solamente. Ante su falta de voluntad y malas maneras, le dije: "¿Y quién va a pagarme el taxi, ustedes o el alcalde?". Al voltear el auto en U para salir de ese lugar, la tomba, prototípicamente prepotente, empezó a desquitarse con el taxista y a decirle que encima que me "estaba ayudando, todavía se molesta". Mi hija estaba llorando en el auto y yo estaba rabiando porque cada año es la misma historia: Miraflores deja de ser de los vecinos y pasa a ser la mesa de negocio de Wong y del alcalde de turno.

Me bajé del auto y la encaré. Que me dijera a mí lo que tenía que decirme y no al taxista que estaba haciendo un servicio por el cual, lógicamente, tendría que pagar más del doble. La tomba se puso malcriada y empecé a llamarle la atención como se lo merecen estos uniformes con patas cuando creen que, por ser "autoridad", pueden tratar a las personas como quieren. La grité como no la ha gritado ni su padre. Le dije lo que no le ha dicho su comisario. Y bien merecido que se lo tenía. No me estaba "ayudando", estaba cumpliendo mal con su deber y yo tengo todo el derecho a decirle en su cara que ella no tiene por qué ponerse malcriada con el taxista porque yo hice un comentario, que si quería aclarar a alguien, debía decírmelo en mi cara. Después de decirle todo lo que tenía que decirle, me subí de vuelta al auto y empezamos a adivinar nuevamente el camino. Terminamos, sin flechas que seguir, sin rutas alternas previstas ni por la Policía Nacional ni por la Municipalidad de Miraflores, dando la vuelta en U en Barranco, en medio de un atolladero de autos que buscaban lo mismo que nosotros.

Entramos a la Vía Expresa y nos encontramos con un segundo atolladero. Ni un solo policía, todos estaban cuidando el evento de Wong. Pretendimos salir del zanjón hacia Benavides. Cerrado por dos policías, un hombre y una mujer. Después de 15 minutos parados en esa salida, llegamos a los tombos. El hombre le explicaba a un conductor que no podía salir por ahí y la mujer lo miraba del otro lado del auto. Saqué mi DNI por la ventana y llamé a la mujer policía: "¡Señorita, señorita!". Nada, mirada de conmigo-no-es. Otra vez, ya parado en la pista: "¡Señorita! Vivo en Tarata, déjeme pasar, estoy con mi hija que no se siente bien". Se sentó en la noticia y, de reojo, balbuceó: "No pueden pasar vehículos de servicio público, siga de frente". No quería seguir peleando, mi hija había entrado en pánico (no exagero) al verme discutir con la primera policía. Solo le dije: "No me importa lo que le hayan dicho, estoy a más de quince cuadras de mi casa, hace media hora que estoy en sus atoros y mi hija está mal". Consultó con el hombre y ni siquiera nos dieron una señal de pase, simplemente se movieron a un lado y yo tuve que adivinar que esa malcriadez significaba que "nos daban su permiso" para pasar.

Tratamos de llegar a Benavides, sin saber por dónde ir sin exponernos a otra calle cerrada y a otros policías o serenos dueños de las calles por encargo del alcalde y sus amigos de Wong. Olfateando las pistas, como perro vagabundo, le indiqué la ruta al taxista. Finalmente, llegamos a Benavides, casi a la altura de República de Panamá. Entramos por la avenida, cruzamos la Vía Expresa y volteamos por Grimaldo Del Solar con la idea de bajar por Schell. Todo iba bien hasta que llegamos al cruce de Schell con La Paz. Otra barricada. Otros dos tombos con casco en lugar de cerebro. El DNI por la ventana y que no podíamos pasar, que no, que no. Hasta que vieron a mi hija dormida y la tomba le dijo al tombo: "están con bebe". Yo ya a punto de bajarme del auto para tumbarles la tranca, y justo en ese momento el tombo sacó la cinta e hizo un gesto de pase, el mismo tipo de gesto que le hace uno a su perro cuando le abre la puerta para que vaya a mear al jardín. Y pasamos.

Sorteamos decenas de peatones que tomaron la calzada y llegamos a Alcanfores, voleteamos a la izquierda y luego a la derecha. Tarata no era más de los vecinos. Tarata era un mercadito donde todos iban o venían y se paraban a tomarse fotos. El auto tuvo que volverse un reptil para sortear los obstáculos y avanzar los 100 metros que nos separaban de mi edificio. Llegamos por fin. Tuve que pagarle el triple al taxista y vi mi reloj: 40 minutos desde que salimos de Larcomar, a 6 cuadras.

Estoy escribiendo esto sentado en mi cama. Mi hija y su mamá están dormidas a mi lado, con sobresaltos cada vez que algún carro alegórico o banda pasa cerca. Teníamos planeado salir más tarde, ir al Circuito Mágico de las Aguas. "Es un buen día para que la bebe conozca las fuentes, todo el mundo va a estar en el corso", comenté ingenuamente en la mañana.

Pero no, ahora estamos presos en nuestra propia casa. Si salimos, no tenemos idea de cómo llegar a una calle donde haya un taxi, no tenemos idea de cómo salir del Miraflores de Wong y Masías, y no tenemos idea de a qué hora podremos volver sin que nos pase lo mismo.

Estoy sentado en mi cama escribiendo esto mientras, a menos de media cuadra, nos destrozan el domingo trompetas, gritos, tambores, música estridente y megáfonos, todo pagado por los chilenos de Wong y permitido por un alcalde cuyos serenos solo saben decir "yo no sé, los que cierran la calle son los policías".

De algo sí estoy seguro hoy, que el 5 de agosto, cuando Manuel Masías vaya a mi programa de radio, como ya se comprometió, va a tener que responder muchas preguntas con relación a este tema. Y que el próximo año, sea como sea, me mudaré de Miraflores.
Actualización: Mientras colgaba el post, mi hija y su mamá se despertaron gracias al paso de una jauría que gritaba "¡Bob Esponja!"...
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